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Política de bata blanca

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Experimento
Experimento, por javier sampedro

La pregunta más estúpida imaginable es seguramente la que hacen en los controles de inmigración de las aduanas norteamericanas: ¿Piensa usted poner una bomba durante su estancia o algo de eso? Y la segunda podría ser: ¿Se considera usted un racista? Todo el mundo dirá que no, como ya sabemos sin necesidad de hacer ninguna encuesta. "Yo no soy racista, pero..." es el exordio invariable de las cumbres más borrascosas que pueda alcanzar la antología inacabada del desprecio étnico.

La gente responde mucho mejor a las preguntas que no se le hacen. Para saber si el racismo ha calado en una sociedad, por seguir con el ejemplo, una buena estrategia es dividir a la población en dos grupos al azar y preguntar al primero: ¿Cuántas de estas tres cosas le molestan?: el ruido de los coches; las lavanderías públicas; las reuniones de la comunidad. Y al segundo grupo le preguntas: ¿Cuántas de estas cuatro cosas le molestan?: el ruido de los coches; las lavanderías públicas; las reuniones de la comunidad; tener un vecino negro.

Si el primer grupo da 1,95 y el segundo 2,37, la única explicación es el racismo (no del segundo grupo, sino de la población entera). Esos fueron exactamente los resultados cuando el experimento se hizo entre la población blanca del sur de Estados Unidos; los números implican que el 42% de los encuestados son racistas. Honestamente, las cosas ya parecían bastante malas con el 19% que admitía serlo abiertamente, pero saber lo que piensa la gente siempre es mejor que creerse lo que dice. Al menos si uno se dedica a la política.

El 60% de los votantes republicanos admite el "cambio climático", pero solo el 44% acepta el "calentamiento global". La diferencia puede deberse a que lo primero suena más fino, o más probablemente a que se entiende peor; hasta puede ser que el 16% de los republicanos crea realmente en el enfriamiento global, quizá porque les parece una refutación del calentamiento aún más humillante que la estabilidad térmica. En cualquier caso, el experimento revela lo mucho que importa en política la forma de presentar las cosas, de envolverlas, de nombrarlas. De enredarlas, en una palabra.

Lo anterior es un típico resultado de la política experimental, una corriente emergente entre los politólogos que acaso no aclare cómo salir de la crisis, pero que ya puede exhibir un manual publicado por la Universidad de Cambridge, el Cambridge Handbook of Experimental Political Science. Sus principales promotores, los politólogos norteamericanos James Druckman y Arthur Lupia, acaban de repasar el estado del arte en la revista Science.

Los experimentos políticos más comunes exploran cómo la gente decide su voto; la gente pueden ser los electores, pero también los diputados del Congreso o los miembros de un jurado. Otros trabajos muestran que el presidencialismo no es tan malo como parece, que pagar un dólar aumenta en un 32% los aciertos en un test de cultura política, que la participación se dispara si persuades a la gente de que sus vecinos sabrán si han ido a votar o no.

Pero la línea favorita de experimentación es la que evalúa qué forma de presentar las cosas al público resulta más o menos óptima para seducir a los predispuestos, aplacar a los críticos o ridiculizar a los contrarios, por si conviene llamar al IVA por cualquier nombre menos por el suyo, neutralizar la manifestación del 11 de marzo con una polémica dadaísta sobre el citado 11 de marzo, mandar al fiscal general a seguir la pista del perborato sódico y descubrir de pronto, con el destello cegador de una revelación, los nexos ocultos entre el aborto y la reforma laboral.

Tanto experimento para que luego manden los bancos.

 


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